Trifón Etxebarria ‘Etarte’ 1912-1998. Biografía de un abertzale

EtarteTrifón Etxebarria ‘Etarte’ 1912-1998. Biografía de un abertzale, es un libro no publicado hasta hoy y escrito por los historiadores Josemari Lorenzo Espinosa y Eduardo Renobales. Este escrito llena parte de la laguna de la Memoria Histórica en lo referente al Jagi-jagi y a la resistencia abertzale clandestina. Un relato biográfico de Trifón Etxebarria ‘Etarte’, que nos dejó a los 86 años de edad y el mismo día que el fascismo español asaltaba militarmente las instalaciones de Egin. Nos adentraremos en una época oscura en la historia de nuestro pueblo a través de la figura de un militante abertzale íntegro en  una lectura que nos ayuda a comprender algunas claves del pasado reciente del movimiento abertzale  y nos deja enseñanzas de cara al presente y el futuro.

LEER LIBRO Trifón Etxebarria ‘Etarte’

Jagi JagiEn nombre de los hombres prisioneros
Y de nuestras mujeres deportadas
En el de todos nuestros camaradas
Martirizados y masacrados
Por no querer reconocer la sombra
Debemos nuestra cólera encauzar
Y hacer que el hierro se levante
Para guardar la imagen alta
De los sin culpa acorralados
Que triunfarán en todas partes
Por no querer reconocer la sombra
Paul Eluard

INTRODUCCIÓN
Con la luz a cuestas / Por no querer reconocer la sombra

Algún día no habrá nacionalismo ni partidos nacionalistas que quieran la independencia. Llegará una vez en que no sean necesarias las banderas de la autodeterminación, porque la historia la escribirán pueblos libres junto a otros pueblos igualmente emancipados. Un amanecer tal vez, la llave de la libertad cerrará el cajón de la esclavitud y los nacionalismos serán cosa del pasado. Los hombres y mujeres de esta tierra, podrán dedicarse entonces a construir una sociedad libre en una patria libre, poblada de seres humanos que ya poseen y respiran lo que tanto desearon sus antepasados. Cuando se alcance ese momento, los nacionalistas históricos habrán visto cumplirse su anhelo y pagado su sacrificio. Su lucha y su luz serán entonces gloriosos anhelos en el recuerdo de las gentes y los pueblos, cuando estos vuelvan hacia ellos la memoria gracias a la vida escrita de los hombres libres.

Trifón Etxebarria “Etarte” vivió ochenta y seis años entre nosotros. Siendo casi un niño empezó a comprender la sinrazón de las relaciones humanas, observando la dureza de la vida obrera y las injusticias sociales contra los mineros vizcaínos. A los dieciocho años abrazó la causa patriota y desde entonces dedicó cada minuto de su vida, cada día de cada año, a militar de manera ferviente en aquello en lo que creía. A su lado, junto a él, entre sus amigos y enemigos, deambuló constantemente la sombra de la injusticia, de la duda o de la traición. Etarte nunca reconoció su lobreguez, negó su falsa comodidad y cantos de sirena en los que se enrolaron muchos de su época.

En la experiencia vital de Etarte podemos distinguir varias etapas. La primera es la de sus escritos y militancia de juventud. Marcado por un apreciable radicalismo socialcristiano y aranista, este periodo se sitúa en los artículos y colaboraciones en el semanario Jagi-Jagi, desde 1933 a 1936. Tres años intensos y cruciales para el desarrollo de su primer pensamiento, que guarda una estrecha relación con las enseñanzas sociales de la Iglesia y el periplo progresista que se abrió a finales del XIX, con León XIII y su Rerum novarum. Conceptos y lenguaje del cálido periodo de preguerra, cuando todavía el nacionalismo era racial y la Iglesia no había caído en el descrédito galopante a que la condujo el pontificado de Pío XII y su colaboración con la dictadura y el fascismo.

Desde 1934, después de que Eli Gallastegi dimitiera como afiliado del PNV y en la práctica se alejara de la redacción del Jagi, Etarte fue quien le sustituyó como articulista político y se convirtió, de facto, en el escritor más leído del jagijagismo. En los años finales de Jagi-Jagi, junto a Etarte estuvieron en el semanario Kandido Arregi, Ángel Agirretxe, Manu de la Sota, Polixene Trabudua, Adolfo Larrañaga, Lauaxeta, Itxaso o Pedro Basaldúa, entre otros. Hasta julio de 1936 sería uno de los principales redactores del semanario y cuanto este desapareció al iniciarse la guerra, fue el director y editor, además de su polemista más habitual, del periódico Patria Libre, el informativo que leían en las trincheras los gudaris independentistas.

Etarte pasó la mitad de su vida bajo el régimen franquista, como buena parte de su generación. Es esta una segunda etapa dentro de su actividad y militancia. En ese tiempo, estuvo en la cárcel durante siete años. En una ocasión con una condena a muerte. Después fue constantemente detenido, expedientado, multado, fichado y perseguido por su participación en la resistencia vasca desde el final de la guerra o, simplemente por ser nacionalista, como otros muchos. Durante los años sesenta, en plena persecución franquista, Etarte editó y escribió en la revista Enbor y retomó en la clandestinidad la dirección de los Mendigoizales. Poco a poco, contando con la ayuda de muchos compatriotas y el abandono de otros, fue reconstruyendo las viejas estructuras de comunicación, relación y activismo, en medio de las enormes dificultades impuestas por la dictadura.

Tras la muerte de Franco, se abre una tercera etapa en su vida, y podemos verle colaborando en primera línea de las originarias Gestoras Pro-Amnistía. Al mismo tiempo que agrupaba y coordinaba a losmiembros del Jagi que continuaron manteniendo estructuras, reuniones, publicaciones y otras actividades, hasta que con la creación de Herri Batasuna algunos decidieron formar parte, de manera individual, de la coalición abertzale.

A lo largo de su vida y junto a otros muchos, Etarte soportó entre sobresaltos esperanzas los peores momentos de la vida de Euskal Herria, después de haber forjado los ideales de su juventud en un periodo de crisis social y política – los años veinte y treinta – sin comparación en el siglo XX. Finalmente, su memoria y su ejemplo le han sobrevivido porque siempre sostuvo el surco firme de la fidelidad a los principios y por el caminó con la luz a cuestas, negando la oscuridad de la traición y el colaboracionismo, que amenazaban con ocuparlo todo.

El de Etarte fue un nacionalismo sencillo y claro, pero ardiente, bebido en las fuentes de Sabino Arana y en el ejemplo de luchadores como Eli Gallastegi. De ellos recogió las brasas y nos las trajo encendidas hasta hoy. Fue un sentimiento nacional de principios y convicciones sólidas, que arrancan del más elemental de ellos: el deseo de libertad e independencia. Ningún nacionalismo merece tal nombre si no está regido por el afán de emancipación, sin condiciones políticas, sin matices que la enturbien. Este principio, tal como sostenía Etarte, no sólo es irrenunciable, además está fuera de cualquier negociación. La libertad, ya sea personal o colectiva, no se mercadea. No entra en el juego político de la oferta y demanda como una mercancía. La autogestión de los pueblos,y su paralelo político la independencia, pertenecen al pabellón de los derechos, las emociones y sentimientos profundos, cuyo disfrute racional no puede ser hurtado por nadie. Cualquier limitación o adjetivación que de ella se haga, bajo el pretexto de más alta precaución e interés, constituye una manipulación de sus contenidos.

La facultad de poder decidir, individual o de los pueblos, es la mejor adquisición espiritual que la humanidad ha podido alcanzar en su evolución natural. Utópicos y prácticos coinciden en el fondo de esta apreciación. El reino de la libertad es el objetivo y la meta universal del hombre como tal. Y, dentro de ella, la promesa de las naciones, los colectivos y las personas. Se organicen éstas como quieran, en estados, tribus, familias o individuos. La libertad política de los pueblos, que así la reclaman, no tiene escalas autonómicas, ni puertos extranjeros de desembarque, ni anticuerpos estatutarios “regalados” por el invasor. Ni menos aún, coaliciones con el ocupante. Porque la liberación que reclaman los independentistas procede de la percepción del ser humano sobre sus necesidades como individuo y como pueblo, pero también sobre su dignidad. Y esta conciencia es, de suyo, un derecho inalienable.

Muy distinta es aquella “libertad” global que precisa la burguesía y que busca conformar un mercado apátrida, puesto que para ella es simplemente la culminación formal de un poder económico. La libertad de los pueblos se basa en el derecho político a disponer de sí mismos y a defenderse de los invasores, aunque coincida en conceptos teóricos utilizados por la burguesía revolucionaria, no acusa su determinación económica. En este caso, la superestructura ha volado fuera del nido mecanicista y los individuos aspiran a su independencia, no para poder cambiar, comprar o vender mercaderías nacionales sino para estar de acuerdo consigo mismos y poder disfrutar con el desarrollo de su identidad y cultura. Desde estas opciones, si alguien cree que la soberanía, y sus derechos políticos, son un objetivo al que se puede llegar por caminos torcidos no debería olvidar algo concluyente: El final nacionalista tiene un principio – la independencia individual y colectiva – que condiciona todo el camino. La norma y la forma independentista deben presidir no sólo el horizonte sino cada paso inmediato. Porque quien empieza por perder las maneras, termina por olvidar el fondo.

Trifón Etxebarria, no fue otra cosa que uno de tantos patriotas vascos que ha tenido esto en cuenta durante el transcurrir de su vida. De diversas maneras, con adaptaciones obligadas al terreno, con cambio de lenguaje y entonación, pero siempre por el mismo surco a lo largo de los años. Para él, para ellos, “ser” en Euskal Herria ha sido ser nacionalista y querer ser independiente, independentista. Lo demás, lo “otro”, era mejor o peor, más fácil y más cómodo o más inteligente, más posible y menos utópico… Según los casos. Pero no era la misma libertad.

Etarte, testigo del siglo XX, ha visto reproducirse una y otra vez en el seno del nacionalismo la claudicación de los prácticos, de los inquietos por la suerte del Estado y su estabilidad, de los del orden establecido. Ha conocido actitudes autoritarias, en nombre del posibilismo y en contra de la libertad, ha padecido los diktak del partido, el estalinismo de derechas, la sumisión al poder y el darwinismo político entre sus propios compatriotas. Ha sufrido, desde su conciencia cristiana, el espectáculo dela injusticia, la explotación ejercida por unos vascos contra otros. Ante ello, su reacción ha sido siempre la misma: un ejemplo de fidelidad a los ideales y principios.

Incansable trabajador de todos los días, su militancia no decayó en los peores momentos, en los momentos de dudas, ante los designios confusos y desviados. Sin necesidad de tener un cargo oficial, un salario político, una prebenda de nadie, supo siempre qué hacer. Por eso, tal vez, su forma de militar coincidió en los momentos más difíciles con la cárcel y el dolor del pueblo. Y siempre con los bancos de la oposición. Porque en ella estaban las causas de la justicia social y económica, la independencia o la libertad, que abrazó como suyas cuando se hizo nacionalista, en el instante que tomó conciencia del problema vasco, en sus vertientes política y social, desde los años de la dictadura de Primo de Rivera; sólo era un adolescente de dieciocho años.

Hombre sin egoísmos particulares, partidario de la organización y el trabajo solidario, también supo dimitir cuanto estaba convencido de que el PNV, que habían reconstruido los de Aberri en 1921, se había desviado de los principios nacionalistas. Etarte, con otros mendigoizales, presentó su baja en el Partido Nacionalista Vasco en 1934, después de la salida y las denuncias de Eli Gallastegi, cuando el pacto Agirre-Prieto por el Estatuto atenazaba cualquier perspectiva de independencia y amenazaba con separar a los hermanos dejando fuera a Nabarra. Luego, la guerra y la derrota trastocaron la evolución normal de las relaciones políticas vascas y después el duro exilio, la cárcel o la persecución intentaron ahogar el vacilante pulso nacionalista.

En aquel nacionalismo del destierro, desunido y disperso, oficialmente amarrado a los restos del naufragio republicano español, no todos supieron tomar el rumbo adecuado y muy pocos siguieron aferrados a los principios auténticamente nacionalistas. Trifón fue uno de ellos, con todas sus consecuencias. Con sus compañeros de lucha, de cárcel o de calle se negó a profesar las sombras de la traición, la comodidad o la pereza. Con la luz a cuestas recorrió una vida llena de dignidad. Y lo hizo con los hombros erguidos y la frente alta, porque la luz y la verdad no pesan, sino que se llevan con confianza al relevo que las personas como él aseguran en los pueblos como el nuestro.

Eso supo, eso pudo…
Así nos lo hizo saber y así le recordará la historia.

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